Otras, sin embargo, son meras operaciones de imagen. Entre estas últimas destacan algunas que pretenden «dar ejemplo» y se destinan a convencer a la ciudadanía de que también los políticos están sujetos a estos recortes. Rubalcaba y Rajoy (o más bien González Pons, pues ya sabemos que Mariano en realidad no propone nada) llevan algún tiempo intercambiándose propuestas y contrapropuestas de este tipo.
Así, Rubalcaba acaba de lanzar el lema «un político, un sueldo» como forma de dar ejemplo y reducir los gastos ocasionados por los representantes políticos en las instituciones del Estado. Por su parte, González Pons ha contraatacado señalando que esos gastos podrían reducirse rebajando en 50 el número de diputados, esto es, que dentro de los márgenes establecidos por la Constitución -entre 300 y 400- el Congreso de los Diputados pase a estar compuestos por 300 diputados.
Debo insistir en que ambas propuestas son meras operaciones de imagen. En términos estrictamente económicos su repercusión es realmente insignificante. No obstante, merecen algún que otro comentario adicional. En especial porque pueden usarse al modo de hilo del que tirar para sugerir alguna que otra medida de este tipo aunque –creo- de mayor significado y alcance político. Y eso es lo que trataré de hacer en adelante, si bien debo decir que la primera propuesta –la de Rubalcaba- adolece de varias insuficiencias mientras que la segunda –la de Pons- tiene gato encerrado. Vayamos pues por partes.
Aunque cabe preguntarse por qué lo propone ahora y no intentó elevarla a rango de ley cuando era ministro y hasta vicepresidente primero, la propuesta de Rubalcaba es sin duda sugerente, y no sólo por meras cuestiones económicas. En efecto, es realmente indecente que una misma persona cobre varios e importantes sueldos públicos. El caso más sonado a nivel de Estado ha sido el de María Dolores de Cospedal. Entre nosotros el de Paulino Rivero. Pero estas personas, cuando lo hacen, cobran varios sueldos porque les está permitido ejercer diversas representaciones. De ahí la primera insuficiencia de la propuesta de Rubalcaba. Esta acumulación de representaciones o cargos públicos -y, posiblemente, de sueldos- es una lacra que toda democracia que se precie ha de erradicar porque, además de por lo ya dicho, suponen un peligroso modo de concentración de poder e influencia política. El eslogan de Rubalcaba, «un político, un sueldo», quizá deba ser convertido pues en el de «un político, un sueldo, una representación»,
Lo anterior sugiere que es preciso dar pasos hacia una regulación de la representación política de modo que se convierta en una actividad única o de carácter exclusivo. Y, en principio, cabe entender dicha exclusividad en el sentido de que nadie pueda ostentar o ejercer dos representaciones políticas al mismo tiempo. Pero también puede entenderse en relación a los ámbitos de lo privado y lo público. El carácter exclusivo de la representación política apuntaría así a que ningún representante político que cobre un sueldo del Estado pueda ejercer actividad privada alguna. Ya sabemos que frente a ello se objeta que en España la ley de incompatibilidades es severa, pero la prueba de que no lo es tanto está en el importante número de diputados, senadores, parlamentarios autonómicos, etc., que cobran sueldo público y ejercen actividades privadas.
Por otra parte, la propuesta de Rubalcaba da pie a recuperar la conocida demanda de regular y establecer por ley los salarios de los políticos de cualquiera de las administraciones públicas. Creo, por lo demás, que ese salario -para aquellos que lo tienen asignado- no debería ser «complementado» con otras asignaciones económicas del tipo «asistencia a Pleno», «representación del tal institución en tal otra», «miembro del Consejo de Administración de…», etc. Un sueldo, todo lo digno que se estime oportuno y hasta con posibles variaciones en función del cargo y la dedicación que exija. Pero eso sí: único, fijo y público.
La propuesta de Rubalcaba merece en todo caso un último comentario. Lo mismo que cabe exigir del político en tanto representante y «trabajador público» cabría exigirlo también de todo funcionario o empleado público. Sin duda esto último es polémico y tiene un calado social y económico más amplio del que a primera vista parece, pues propongo que acabemos de una vez con el doble empleo –uno público y otro privado- de no pocos funcionarios o empleados públicos. Y este doble empleo es más que conocido en la sanidad, la educación, la administración pública,… Seguro que así no solo reduciremos gastos innecesarios (y por más mecanismos de los que a simple vista parece). También liberaremos no pocos puestos de trabajo hoy en manos de muchos que se aprovechan de su trabajo público -al que en bastantes casos prestan escasa atención y ejercen más bien por el prestigio que aportan, la información que facilitan, el acceso a desarrollos tecnológicos avanzados que permiten,..- para nutrir de clientes a sus despachos, clínicas, laboratorios, asesorías, agencias, consultas o escuelas privadas. Por lo demás, en épocas como la que atravesamos ese pluriempleo es aún más injusto. En suma, que cada cual escoja dónde quiere y desea trabajar, sea en el ámbito privado o en el público. Pero no en los dos al mismo tiempo.
Dejemos ya de lado a Rubalcaba y adentrémonos en la «interesada» propuesta de González Pons. Su idea de rebajar en 50 el número de diputados conduciría sin duda a un cierto ahorro económico, si bien cabe destacar que en relación a las magnitudes económicas de los Presupuestos Generales del Estado tal ahorro es poco menos que insignificante. En realidad, la propuesta de Pons parece tener otra finalidad, esto es, tiene gato encerrado.
En efecto, la reducción de parlamentarios que propone, sin ninguna otra medida correctora -por ejemplo modificar el sistema electoral-, tendría una importante consecuencia: dañaría sustancialmente el ya reducido pluralismo político en España. Aunque esa reducción de diputados parezca atractiva en primera instancia, en modo alguno puede aceptarse hasta tanto no se modifique el injusto sistema electoral que rige en España. Y aquí cabría recordar la tantas veces solicitada como negada sustitución de la circunscripción provincial por la autonómica, la ley D´Hondt por el sistema directamente proporcional para convertir votos en escaños o, en fin, la eliminación de las barreras electorales. Pero cuando Pons propone tal reducción de escaños no está pensando en nada de esto. Por el contrario, sabe que -dado el sistema electoral en vigor- serán menos los escaños a repartir y que, en consecuencia, serán las fuerzas políticas minoritarias -ya de por sí perjudicadas por dicho sistema electoral- las que tengan mayores probabilidades de perder la exigua representación que hasta ahora ostentan. Y también sabe que, por esa misma regla, las beneficiadas serán las fuerzas políticas mayoritarias y, por tanto, que éstas verán fortalecida su presencia y poder institucional.
La jugada de Pons es pues múltiple: por un lado, pretende dar la imagen de un partido que da ejemplo y se atreve a recortar los gastos generados por los políticos; por otro, pretende debilitar aún más a las fuerzas políticas minoritarias, al tiempo que refuerza la posición y poder de las mayoritarias; y persigue, por último, fomentar el bipartidismo y reducir el pluralismo.
Pero si la cosa va de reducir gastos de este tipo por mi parte les propondría -y esto va para unos y otros
, para Pons y para Rubalcaba- eliminar el Senado. Es vox populi que éste constituye hoy una cámara representativa de dudosa utilidad, que en modo alguno cumple con la vieja aspiración a convertirlo en cámara de representación territorial y que –como admiten públicamente no pocos de sus miembros- exige muy poca dedicación a la mayoría de sus miembros. Si no me engaña la memoria, el propio Ricardo Melchior –senador y presidente del Cabildo de Tenerife a un mismo tiempo- comentaba hace unos días que no entraba en sus cálculos presentarse al Congreso de los Diputados porque tal cargo exigía mucha dedicación –para algunos otros, los llamados «manos de palo», parece que no tanta-. Pero no ocurría lo mismo con el Senado. Sugería en tal sentido que éste solo le requería la asistencia a unas pocas sesiones al mes. De ahí sin duda la tan triste como famosa imagen del Senado como «cementerio de elefantes».
Pero esta última imagen está asociada a otro aspecto de la supuesta labor legislativa del Senado. En efecto, sostienen algunos –en especial los conservadores- que la tarea básica del Senado consiste en «ralentizar» el proceso legislativo, esto es, en evitar la precipitación e improvisación propia de las cámaras «bajas» y en sosegar y madurar la toma de decisiones, algo que –desde los propios orígenes del Senado allá en la Roma clásica y también a partir de la configuración moderna del Senado como segunda cámara o, mejor, como Cámara Alta- se ha considerado tarea propia de personas de cierta edad y experiencia política. Pero esto mismo, incluso en el caso –que por mi parte no comparto- de que se considere necesario, puede conseguirse mediante variados mecanismos de tramitación legislativa en el Congreso de los Diputados.
Eliminar el Senado sí que sería una medida ejemplar, entre otras cosas porque de un plumazo nos ahorraríamos no ya 50 sino 262 cargos públicos con sus respectivos honorarios, además de varias mesas, comisiones y órganos internos con sus correspondientes gastos de gestión y representación. También ayudaría a reducir ciertos acentos elitistas de nuestro gobierno representativo, así como a mejorar la imagen del político como sujeto que cobra un buen sueldo –a veces varios- por muy poco trabajo.
Pero no me resisto a culminar estas líneas sin señalar que si se quieren introducir recortes económicos ejemplares acaso lo mejor sea comenzar por eliminar -o al menos reducir drásticamente- los ingentes gastos militares del Estado español. Informaba hace poco un rotativo estatal que los compromisos adquiridos por España a través de sus programas armamentísticos ascienden a la escandalosa cantidad de 27.000 millones de euros, cifra que habida cuenta de los retrasos en los pagos, las actualizaciones de los precios y demás argucias empresariales podría llegar a casi 37.000 millones de euros. En estas andamos y mientras tanto el pueblo soportando constantes reducciones presupuestarias de carácter sanitario, educativo y de asistencia social.