Desenganche. José Manuel Hernández

Otras personas, muy pocas, se dedican al cotidiano arte que debe ser imaginar. Ellas desarrollan todo su potencial humano y nosotras consumimos. Nuestros gustos, nuestros placeres, se domestican y acaban obedeciendo a las sofisticadas operaciones de mercado, ingeniadas en los confortables despachos de las multinacionales y las entidades financieras. Es la peor de las esclavitudes: te secuestran tu capacidad y tu derecho a crear. Solo nos quieren para trabajar para ellos, por lo que nos pagan un miserable salario que tenemos que devolverle en forma de consumo. O sea, curramos en sus empresas, nos enfermamos en ellas y el dinero que nos dan lo gastamos en ellas, cerrando el infernal ciclo, siempre en manos de la bestia. Desde nuestro nacer nos absorben y nos inundan nuestros cerebros vírgenes con todas las palabrejas que adoran y elevan a los altares al único dios posible: el libre mercado.

La libertad está en bajarse del sistema, en pedir parada obligatoria, en empezar a sumar renuncias individuales para conseguir la libertad colectiva. En aprender y en querer vivir sin él.

Voy en la guagua. En Tacoronte unos picoletos chulos tienen montado un control. Otro. Son ya casi cotidianos. Paran a las personas jóvenes y las registran, en busca de las drogas que los evaden, o los sumergen, en la esclavitud.

Es lento (el desenganche) pero vale la pena. Te alivia y, a poquito, te das cuenta que puedes dejar de ser su esclavo. Si quieres, empieza hoy: desconecta la televisión.

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