En cierta ocasión, en el cuartel, en el año 81, en Cerro Muriano, Córdoba, una solajera espeluznante, estábamos unos cuantos reclutas limpiando unos terrenos. Éramos un par de canarios y unos cuantos ibéricos de las diferentes mesetas españolas. Entonces, uno de la meseta central se me acercó y me preguntó si en Canarias todavía quedaban aborígenes. “¡¡¡Coño!!! pues claro que sí”, le contesté, a lo que siguió preguntando que si vivían con nosotros, si iban al cuartel, de qué vivían, etc. etc. etc. “Claro hombre, todos somos guanches, lo que pasa es que algunos no han querido integrarse en las ciudades, y viven normalmente en los suroestes de las islas, donde siguen haciendo sus cosas: el pastoreo, la pesca, han desarrollado la agricultura de subsistencia y también algunos oficios manuales, no solo la alfarería, sino otros relacionados con la piedra y la cantería”. Empezó a acercarse gente, incluidos algunos de mis paisanos, dejaron de barrer, y como vi que el público aumentaba, me embriagué del relato histórico y de la ficción. “Pues bien, como les iba diciendo, en los mercados de las ciudades los guanches que viven en esos territorios acuden con sus productos lácteos, quesos y leche mecida básicamente, todo tipo de frutales, cestería, y la venden o intercambian por otros productos que necesitan. Mi abuelo mismo, va con su burro y se acerca a unos almudes que hay tallados en la piedra y en la roca de los riscos próximos, y allí mismo volcaba las papas, higos, tunos, aguacates, uvas, grano, otros productos, y lo cambia por la misma cantidad o el mismo valor de otras cosas: millo, laterío y productos de importación, telas, etc. “Mi abuelo, que era aborigen y troglodita, realizaba la economía del trueque. Lo único con lo que no se puede comerciar así, sin más, es con el gofio, porque todos los canarios, los del suroeste y nosotros los de las ciudades hemos tenido problemas con la policía y con sanidad al respecto”. “¿Por qué? preguntó el estupefacto ibérico, si yo he visto cómo se lo comen en el comedor del cuartel”. “Pues porque en cierta ocasión, un peninsular se lo comió en polvo y se atragantó y se murió, y no se pudo hacer nada por él por más que intentamos reanimarlo. Entonces el Ministerio de Sanidad dijo que aquellos polvos de grano tostado y molido eran una pócima fraudulenta que formaba parte de un conjuro de venganza hecho a la luz de las hogueras para acabar con la colonización española. Cosa absolutamente falsa por lo demás, pero no hubo manera de convencerlos. Las viejas de la tribu, que llamamos Harimaguadas, explicaron a las autoridades sanitarias españolas que eso era gofio, y que era parte fundamental de nuestra dieta, pero nada, la policía irrumpió en todas las aldeas, quemaron los molinos, y se hizo con todo el gofio, y lo tiraron al mar. Desde entonces el gofio es clandestino. Sin ir más lejos, cuando vinimos al cuartel nos detuvieron en el aeropuerto y nos tiraron el gofio pensando que era cocaína. Y yo mismo fui arrestado junto a otros dos canarios por comernos una ralera en vez de consomé. Así que no hables muy alto”. “¿Y que hacen entonces para comérselo?” insistió, pues muy fácil, teñimos el gofio con almagre para que parezca colacao, y como el colacao es legal, nos arrequintamos las costillas de gofio”.
Cuando terminé la historia del pueblo guanche, la ignorancia goda siguió barriendo el terreno, y mi majorero del alma se acercó y me dijo: “¡Desde luego Déniz, eres la caraba, hasta yo me lo creí!”