La belleza que recorre los gestos nobles del ser humano, la belleza rebosando las obras de arte hasta escapar de los marcos de los cuadros; la belleza de las luchas justas; de la solidaridad y la dignidad, como caminos de luz hacia la utopía; la belleza indomesticable de la libertad, de la fantasía y la imaginación; la belleza multicolor de las pieles y paisajes del mundo; la belleza sentimental de las poesías de amor; la belleza del despertar de la conciencia, el placer del pensamiento, de crecer por dentro; la belleza mística de los atrios de los monasterios; la belleza certera de la música que nos arrastra a otro tiempo y lugar; la belleza del dirigente incorruptible que vence a la muerte; la belleza de las multitudes latiendo por unos ideales hermanos; los discursos sentidos y verdaderos; el amor por la gente humilde, por los bateados por la vida, supervivientes de un mundo cruel y contaminado.
Pero también existe la belleza chiquita y cotidiana, de apariencia discreta pero rezumante de verdad; la belleza impregnando la melancolía de las cartas viejas, la gaveta con sus conchas olvidadas y aquel mar de la niñez; la belleza en la mirada de los niños, su alborozo feliz en la libertad de los patios de colegio; la belleza querida en los rostros impresos de los que ya se fueron; la belleza en las manos que aman el trabajo bien hecho; la calidez mágica del sol: correr bajo la lluvia; el aire fresco tras la tormenta; la bendición de andar vivo, de despertar junto al ser amado; la caricia, el beso, la piel; el paseo entre el verdor que nos abre los ojos, inundando la mirada; las flores en su alfombra de colores inexplicables; el resplandor de los atardeceres, y el mar, siempre el mar, como sueño y horizonte de libertad.
Con sus maletines de mentiras y su alma negra los ladrones del porvenir intentarán ponerle precio a la belleza, venderla, privatizarla, acotarla, falsificarla o cambiarle el nombre. Pero nunca nos la arrebatarán. Porque toda la belleza del mundo es nuestra, del ser humano.