Nunca están de acuerdo con nada. Si hace calor se sofocan, el frío los incomoda casi tanto como la lluvia. Y el viento, maldito viento, el gran apestado al que solo parece comprender los surfistas. Y así los que se quejan siempre del tiempo van alegando la misma matraquilla al primer escuchante que se encuentran en la parada de la guagua, en la cafetería, en el ascensor, en la sala de espera de cualquier mañana de burocrática incomodidad estresante. Que obtusa pesadez. Como si no hubiese en estos ocho surrealistas peñascos motivos de quejas más importantes que la trivialidad que sugiere un chipi-chipi oblicuo que cala en lo más profundo de la timidez matinal, una cálida tarde vainilla que cubre su espalda con un suave tul de calima cercana, una ventolera rebelde que se entromete brusca en frías noches de faldas ajenas buscando el calor de la vida, un calor que ahuyenta a las grajas hasta la Termosfera… En fin: me quejo del tiempo, luego existo, sostiene el racionalismo climático de isla Grúa, y de otras islas, y penínsulas, y demás lugares del mundo.
Conforta saber al menos que se tratan de quejas formales, exquisitamente argumentadas en su forma y en su fondo y que a pesar de la trivialidad cansina de su locución no portan la bobalicona esencia quejica que subyace en la majadera oratoria parlamentaria del gobierno tardofranquista. Claro que a escoger entre ambas opciones siempre es preferible escuchar las cantinelas meteorológicas, aunque su puesta en escena carezca del acompañamiento kinésico que requiere la ‘aparición de chubascos intermitentes que podrían ser localmente fuertes y tormentosos, o el predominio de marejada en aumento a fuerte marejada al norte del Archipiélago, con mar rizada a marejadilla al este de la isla’… Tal vez la carencia de gestos se deba a que las personas que se quejan siempre del tiempo poco o nada les importan los detalles técnicos. No gesticulan como esas señoritas y señoritos de la televisión. Van directamente al núcleo objetivo de la cuestión: el viento que se lleva las promesas electorales que un día se vistieron con el eufemístico traje de políticas sociales; el solajero que adormece a quienes tenemos la obligación de recordárselos en las próximas elecciones introduciendo en la urna la papeleta que los mande directo a casa; o la lluvia que diluye en las alcantarillas del olvido toda la trama que la mafia político empresarial montó en pocos meses para representar en el teatro de la mentira la obra de toda su vida fraccionada en vodeviles de cuatro años, gracias a una injusta Ley electoral tejida a la medida de los capos.
Además, no sabemos por qué extraña razón, los que se quejan siempre del tiempo incluyen en el rostro de su puesta en escena una atrezzo de elogiable incredulidad candidato, sin duda, al premio Max de las Artes Escénicas. Como si alguien en esta Isla no hubiese sentido nunca frío o calor, o no haya presenciado una lluvia lenta, un horizonte empañado por el polvo africano o un viento alegón que parece gritarnos desde las alturas: “no se fíen ustedes de la nueva estrategia para colarnos el gas en Canarias, será una farsa mafiosa encaminada a enriquecer aún más a sus corruptos creadores sin importarles la muerte de un paisaje que agoniza”. Ejemplos sobran para competir en paginado incluso con los siete volúmenes en el que Proust se dedicó a buscar el tiempo perdido, o a perderlo, según se mire. El más reciente es esa Ley del Suelo impulsada por falsos nacionalistas que no han aprendido que la mayor seña de identidad de un pueblo es su paisaje. El mismo paisaje que ellos vienen prostituyendo desde hace más de treinta años cuando se pusieron al frente de la caja registradora de este negocio llamado Canarias. Que informen los quejicas del tiempo, entre pronóstico y pronóstico, de lo que esa Ley puede suponer para el archipiélago, así, tal vez, toda esta gente contrariada se atreva a vagar por las callejuelas de sus días y de sus noches sin lamentarse siempre del estado del tiempo, sin tener en cuenta el altruismo generoso que empuja a Eolo a soplar en la cara de nuestra dejadez cívica, como si quisiera despertar la conciencia de todos y cada uno de nosotros, a los que nos importa la mitad de nada que el pasado de nuestros padres y abuelos, nuestro presente, y el futuro de nuestros hijos esté fiscalizado por un poder político que juega al póquer con sus padrinos empresarios y sus periodistas sicarios, donde ninguno pierde jamás porque en el póquer de la política de Isla Grúa todos sus jugadores llevan siempre un as guardado en la manga.
Mejor no quejarse tanto del viento, del sol y de la lluvia, y concentrar la fuerza del clamor para dirigirla hacia los responsables de que ese viento que pasa, ese sol de escrupulosa puntualidad y ese agua vital que serpenteando barrancos se pierde en un mar sobrado, no impulsen las infraestructuras necesarias para generar energía suficiente con la que cubrir las necesidades energéticas de las ocho islas. Esa es la intervención más urgente que demanda el suelo. Se nos hace difícil pensar que con estos personajes que acampan en la política desde hace algunos lustros ya, atraídos por el apetecible botín del Erario público, puedan algún día consolidar políticas encaminadas a satisfacer a las mayorías. Así que no estaría mal que empezáramos a quejarnos menos del estado del tiempo, tema que todo el mundo conoce de sobra, y hagamos proselitismo en nombre del bien común. Así, cuando mañana el camarero, mientras le sirve a usted el cortadito en el bar, le diga: ‘Uf, vaya calor que hace, y parece que el tiempo no va a cambiar’. Usted, exquejica metereológico, le responderá que sí, que muy bien, que abanico de papel, pero lo único que realmente importa en este archipiélago secuestrado es que cambie el gobierno de vividores, y que el tiempo se comporte como le de la real gana.
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Javi Felipe es militante de Sí se puede en la Asamblea local de Santa Cruz de Tenerife.