En el imaginario colectivo el viaje al sur suele ser sinónimo de divertimiento, sol, lugares exóticos, fiestas, sexo, bellas playas y tiempo de relax. Ya lo decía Raffaella Carrà cuando el sur era sobre todo el sur de Europa, pero después llegó el turismo expansivo a los sures del mundo, a las islas perdidas, al caribe y al pacífico, y los sures de Europa se quedaron para el turismo menos pudiente, aunque en su interior se habilitaran espacios para las élites, como ocurre con ciertas islas del mediterráneo.
Pero el sur es también para nosotros, nativos isleños, el sitio de las vacaciones, al que se desplazan miles de autóctonos en busca de lo que nuestros sures también prometen, que es exactamente lo mismo que lo que ofrecen los sures del mundo al que llega el turismo masivo.
Nuestro sur fue remoto y de difícil acceso hasta los años sesenta del siglo XX, cuando para visitarlo era preciso emplear unas cuantas horas y mucha paciencia. Ahora es un lugar densamente masificado, al que llegan como chorros vuelos charter procedentes de distintos lugares de Europa, y que podemos visitar en menos de 40 minutos desde las áreas urbanas y periurbana de la zona capitalina.
El sur concentra la principal actividad económica y poco a poco va concentrando cantidades mayores de población residente, nativa y no nativa. Su densidad creciente lo ha convertido en una gran área urbana, de extensión parecida al área urbana de la zona capital, pero a diferencia de ésta, con sus características construcciones clonadas de todas las zonas del mundo en donde el turismo se convierte en actividad masiva. Conociendo una ciudad turística ya se conocen todas, porque todas son ciudades construidas con patrones parecidos.
Nuestro sur que no hace tanto fue un lugar de encantos diversos, con rincones inhabitados y playas limpias, es hoy un lugar espantoso, ruidoso, sucio, lleno de turistas borrachos, mal educados, que lo mismo se echan eructos en plena calle que pedos sonoros, y que terminan muchas veces en busca de peleas con quien primero se encuentren por la calle, en el hotel o en el aparta-hotel (hay que advertir que los ingleses en todo eso se llevan la palma, y si hay que hacerle caso a la propaganda institucional del Cabildo, de que cada nativo tiene que abrazar a un inglés, cuídate de que no te vomite encima cuando vayas a hacerlo).
La porquería flota en las playas del sur. No solamente las algas menudas que este verano han sido noticia.
Además de las microalgas, la porquería abunda. Papel de aluminio, bolsas y envases de plástico, latas de distintas bebidas, colillas de cigarros, aguas fecales que desembocan en medio de las playas masificadas, aceites y porquerías varias que escupen las lanchas fuera borda y las motos acuáticas, hacen que los mares de nuestros sures no sean azules ni turquesas, sino marrones y turbios, en los que por precaución mejor no te metas, no porque haya peligro de tiburones blancos, sino porque algún rolete puede andar cerca rondándote.
Hay una lección del viaje al sur que no se puede dejar de sacar, y es que la isla está superpoblada, por la llegada de millones de turistas cada año (5.596.764 en 2016), y por un crecimiento de la población residente que terminará por transformar la isla en un espacio duro y difícil para la vida.
Unos brevísimos datos lo dejan claro. La isla tiene 891.111 residentes y 160.000 turistas permanentes, lo que hace una población de 1.051.111, que da una densidad de 516 habitantes por kilometro cuadrado, tomando como referencia los 2.034 km2 totales, pero si de ellos descontamos los 976 km2 que corresponden a zonas protegidas, nos quedamos con una superficie de 1.058 km2, lo que eleva la densidad hasta los 993 habitantes por km2. En la España peninsular la densidad ronda los 90 habitantes por km2. En un espacio similar al nuestro como puede ser Mallorca la densidad alcanza los 240 habitantes por km2.