La crisis: una oportunidad para las fiestas. Mayca Coello.
Las fiestas también son un signo de salud social porque reflejan la capacidad de grupos de personas para autoorganizarse y, de forma voluntaria y altruista, dedicar su tiempo a la gestión de los múltiples detalles de los actos que en ellas se celebran: recaudando fondos, gestionando con eficiencia esos recursos, coordinando a muchas personas, convocando al público en general o evaluando resultados.
En las últimas décadas de bonanza económica y de manejo de importantes cantidades de dinero por parte de las administraciones locales las fiestas populares no podían quedar al margen de esa realidad. Hemos asistido, en éste como en muchos otros escenarios de la realidad tinerfeña, a la dilapidación de enormes cantidades de recursos públicos. Los programas de las fiestas se cargan de nuevas actividades unidas a aquellas ya tradicionales, se alargan temporalmente y las fiestas compiten entre sí por motivos que nada tienen que ver con su esencia original: quién trae al personaje más famoso del momento para presentar las galas; quién contrata al cantante o la cantante más puntera a nivel internacional; quién quema más euros en fuegos artificiales; o quién logra atraer a más público a la fiesta aún a costa de desplazar a los oriundos del lugar… . Y en este contexto de desmesura, inabordable por las tradicionales comisiones de fiestas, las instituciones asumen el protagonismo. Las Fiestas populares se institucionalizan y la articulación social que las hacía posibles desaparece. La institucionalización llega a tal extremo que algunos ayuntamientos participan en la selección, por ejemplo, de las candidatas a reina de las fiestas y abonan los costes del vestuario de la gala, o, también, son el único patrocinador de la Fiesta. Las fiestas se hacen a golpe de talonario y los ciudadanos y ciudadanas del lugar, en muchos de los casos, asisten como espectadores no protagonistas de sus actos festivos.
Otro de los aspectos que quiero destacar, fruto también de la pérdida de raíces y de vertebración social, es la progresiva homogeneización de las fiestas. Sus elementos de autenticidad, los que las diferencian de todas las demás, van viéndose relegados a algo anecdótico, folclórico, en medio de los elementos comunes que conforman ya todas las fiestas sin distinción. Hay que caminar cada vez más para encontrar fiestas en las que predomine lo auténtico, la esencia de nuestra identidad, de nuestras raíces culturales y de nuestras singularidades locales: una romería austera y sin música de Shakira; una danza tradicional recuperada y mantenida a través de generaciones; unos adornos callejeros singulares realizados por los vecinos y vecinas orgullosos de sus fiestas; unas representaciones históricas y culturales en las que se respeten rigurosamente todos sus elementos porque ellos las conforman como un todo, no sujetas a decisiones institucionales arbitrarias; el respeto absoluto a las fechas de celebración de las fiestas que reflejan el calendario y los ritmos propios de un pueblo; y la demostración de lo que somos y del patrimonio que nos acompaña en nuestra historia, abandonado e infravalorado durante años, pero obligatoriamente recuperable.
Las fiestas evolucionan, por supuesto, porque la sociedad es dinámica y cambia, pero esa evolución no debería suponer la pérdida de la historia de un pueblo, de sus raíces culturales, de la participación ciudadana y de la cohesión social que la organización de las fiestas supone y, sobre todo, del altruismo, de la ilusión y del esfuerzo desinteresado que muchas personas anónimas han depositado tradicionalmente en ellas. Ninguna institución pública debe suplir a la ciudadanía.
Quizás la crisis actual sea una oportunidad para recuperar la esencia de nuestras fiestas, para que retorne el sentido común y la austeridad en el manejo de los recursos públicos, para que irrumpa la imaginación y el ingenio colectivo en su organización, y para que prioricemos frente a la ostentación el valor enorme que tienen las pequeñas cosas.