Isla primera. José Manuel Hernández

Perdidos en el silencio del aire, bajamos y atrapamos las pocas tabaibas y los contados cardones que desafían a la soledad.

Nuestros ojos de pupilas grandes se perdieron hasta los riscos altos, buscando el principio de aquella nube gris que cubría, como una enorme manta, el magnetismo de la pedregosa y oscura tierra.

Paramos junto a las chozas de piedra negra. Están desperdigadas y, salvo un perro flaco, no hay nadie fuera de ellas. Comimos en el único bar. Antes de regresar, enfilamos hacia la casa grande, solitaria, que se planta como una fortaleza desde la que avistar a los alemanes submarinos. La “Casa de los Winter”, se sigue llamando.

Tiene las paredes encaladas y, en un lado, un torreón, un mirador triste que otea siempre al horizonte, rebuscando buques que traigan vida. Un camino seco y lastimado nos transporta hasta la puerta de madera importada. Sacudiéndose las arañas y gritando por sus bisagras, se abre lenta para que entremos. En el cerrojo, una mano huesuda y vieja, de mujer que se adivina pequeña pero fuerte. La majorera de años nos invita a entrar, sin palabras. En su cara, dos ojos cansados y mil arrugas que la cruzan como gastados barrancos. En la cabeza, un pañuelo que esconde su fatigado pelo blanco. Le pedimos que nos enseñe la casa y casi tenemos que adivinarla porque su andar vivo nos lleva directamente al porche. Por lo que pudimos percibir, estaba semiabandonada. De los muros caían trozos de cal y las palomas habían conquistado casi todos los huecos. El techo perdía su piel y empezaba a olerse su esqueleto de hierros oxidados. En el patio hay algunas plantas y otros tantos gatos que no se mueven, porque también ellos están cansados. Como la casa. El corredor, empedrado con callados, quiere darle un aspecto monacal, pero no consigue más que acentuar la imagen mortecina de toda la estancia.

Al porche le precede una sala enorme y vacía. La mujer, curtida de tanto solajero y de tanto viento, se saca la mano de la rebeca, que estira sobre su pecho cubierto y se la coloca tapándose la boca. Nos habla con ella delante, como escondiendo las palabras. “Aquí nunca vivió naide”, nos cuenta. “Ahora lo compraron unos canarios. Yo nunca los he visto”. “De aquí no nos echan”. La mujer de misterios mira el horizonte, como esperando que se vaya la negra tarde y regrese la oscuridad que remarca los silencios. Apenas nos mira. Su presencia es casi mágica y los ángeles pasan con frecuencia, boicoteando la conversación. A uno de ellos nos agarramos para abandonar el porche y regresar a la puerta.

La mujer se mueve sigilosa hasta la salida. Le damos las gracias por dejarnos olisquear en su lejanía y nos marchamos sin despedirnos. Ella se queda en el sitio al que pertenece, aunque no le pertenezca. Como las muñecas rusas, se guardó la Isla dentro de la Isla, y se hizo la noche.

Sin apenas hablar, nos dejamos llevar por el camino que nos sacaría de Cofete. La espesura de noviembre se había apoderado del comienzo de la madrugada. En las curvas, en todas las curvas, una anciana sentada, morena y con pañuelo, nos dijo adiós quitándose la mano de su cara.

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