La Isla se llama Alberto. José Hernández
Alberto es alto y flaco, no pasa desapercibido. Como otras miles de personas, participó, activamente, en la huelga del 29M, peleando, en primera línea, no por alcanzar lo que deseamos sino, simplemente, por defender lo que ya tenemos. Y eso no gustó. No les agradó, a eso que llamamos el poder, su actitud valiente y combativa, su firme resolución de denunciar tantas arbitrariedades, tantos abusos. Participó en un piquete y se quedaron con su cara y se prometieron que le partirían la boca.
Y así, literalmente, fue. La guardia pretoriana de políticos y empresarios, esos matones que tienen a su servicio para meterle el miedo a la ciudadanía, a base de porras y detenciones arbitrarias, le cayeron encima en mitad de la Avenida de Anaga. Eso sí, cuando iba solo, en dirección a la manifestación del 12M. Hasta ahí les llega su cobardía. Se abalanzaron sobre él, lo tiraron, le golpearon la cabeza contra el suelo, le rompieron los dientes, lo engrilletaron, lo arrojaron en el suelo de un furgón policial y se lo llevaron detenido. Sin explicaciones de ningún tipo. Después dijeron que era porque había participado en un piquete durante la huelga general. A la impopular UIP de la Policía Nacional, inspiradora de la UIP de Miguel Zerolo –este sí, imputado en uno de los mayores pelotazos de nuestra reciente historia, al que no se le detiene en mitad de la calle, al que se le blinda para que no pueda ser juzgado y se le eleva al altar del Senado, para que tenga una vida sosegada y cara, plena de billetes de 500 y alejada de la mirada inquisitorial del vulgar populacho-, le resbalan, muy mucho, eso que llaman las garantías judiciales. A Alberto, al que acusan de no obedecer sus sacrosantas órdenes, no se le presenta una denuncia y se le da la opción de nombrar un abogado y someterse a un juicio imparcial y justo. Simplemente, primero le parten la boca y, seguro, después lo denunciarán por resistencia a la autoridad. El o la juez que le toque, le hará caso a la palabra de los matones, que son agentes de la autoridad –o sea, del poder- y siempre tienen razón, le impondrá una multa y apuntarán a Alberto en la larga lista de personas que, en el Estado español, han sido y son victimas de los abusos de una policía programada y armada para contener la ira del pueblo contra quienes tratan de completar el cerco de la esclavitud y la sumisión –o sea, contra el poder-.
Pero, aunque llena de rabia, la Isla está contenta porque sabe que no hay sprays paralizante, ni pelota de goma, ni pistola eléctrica, ni porra extensible, ni gas lacrimógeno, ni chute de güistrol, ni armario empotrado, ni órdenes tajantes que no sean enfrentadas por el calor de la rebeldía. A cada golpe, cien Albertos saldrán y, con las manos limpias nos pondremos delante de los guardianes del poder y les gritaremos, para que se enteren los que codifican sus cerebros, que no les tenemos miedo.