Las falacias del urbanismo tramposo. Damián Marrero

La confluencia de intereses diversos, muchos de ellos coincidentes, con la necesaria acumulación de capitales hacen de este ámbito una encrucijada altamente sensible. Como quiera que en esta fase avanzada del capitalismo conviene aún mantener las formas para que no parezca un regreso en toda regla a la Edad Media, los proyectos que inciden en el territorio deben cumplir unos mínimos requisitos de información y de intervención ciudadana. Ahora bien, con el objetivo de que esto no sea una ventana por la que se cuele al final un ventarrón democratizante, los políticos al uso se han ido proveyendo de una serie de estrategias que conviene tener en cuenta. Estrategias que hemos visto una y otra vez en proyectos como el Cierre del Anillo Insular, el Puerto de Granadilla, el Plan de Zonas Comerciales Abiertas, en distintos planes generales de ordenación urbana o, por último, sin ir más lejos, en el Proyecto de Mejora y Acondicionamiento del Paseo de San Telmo en Puerto de la Cruz.

Informar es participar. Es muy frecuente que el político confunda (intencionadamente o no) informar con participar. Cree haber hecho los deberes sobradamente cuando, con el proyecto finalizado, explica a los ciudadanos afectados o interesados las bondades del mismo. Pero participar no es informar. Un planteamiento participativo supone hacer corresponsables a los vecinos del antes, el durante y el después del proyecto en cuestión. Pero, claro, esto implica un completo “reinicio del sistema”, una generosa renuncia a la exclusiva capacidad de decisión, al que no están dispuestos a entregarse quienes tienen, y quieren seguir teniendo, la sartén por el mango y quienes consideran que la ciudadanía vive en una permanente minoría de edad.

Ponga usted la alegación correspondiente. Como consecuencia de lo anterior, cualquier atisbo de discrepancia, crítica o aportación se canaliza a través de las alegaciones correspondientes (no exentas del correspondiente papeleo y tramitación de carácter disuasorio), mínimo legal que permite al ciudadano hacerse la ilusión de que su voz cuenta algo. Como quiera que los mismos que presentan el proyecto son los que admiten o no las alegaciones, al final todo queda atado y bien atado.

Es una cuestión técnica. Cuando el político de turno quiere quitarse el muerto de encima, nada mejor que acudir a las cuestiones técnicas como parapeto infranqueable. Como persona cabal que es deja claro que es capaz de discernir entre lo que le corresponde a él y lo que es una sesuda y complicadísima cuestión ingenieril (sobre todo cuando se trata de colar una propuesta que causa polémica o no es de fácil justificación).

Es una cuestión política. De todas formas, es a los técnicos a los que corresponde, la mayoría de las veces, el marrón de dar explicaciones de este o aquel proyecto, sobre todo en su fase inicial, cuando no se sabe aún si el asunto va a ser polémico. Cuando las cosas se ponen bravas y el personal se mosquea no le queda otra al sufrido técnico que soltar el latiguillo: “es una cuestión política”. De esta forma puede ganar un poco de tiempo y dejar de manifiesto que, en el fondo, no es sino un mandado.

Es una cuestión muy complicada. Entre unos y otros tratan de dejar claro que el asunto es una cuestión muy sesuda, llena de cálculos imposibles, en los que se ha tenido en cuenta todo tipo de posibilidades y variantes y que el resultado final es la única de las opciones viables. Para hacerle un favor al usuario (eufemismo que suele ocultar la palabra altamente subversiva de ‘ciudadano’) el proyecto suele acompañarse de infografías y paneles que pintan un mundo de colorines con transeúntes que alcanzan su máxima cota de realización personal gracias a esa iniciativa que la administración ha tenido a bien concederle.

La inversión tiene carácter finalista. Dado que el tema de los dineros, de la inversión como un maná del cielo, adquiere un carácter casi sagrado, este termina siendo uno de los argumentos decisivos. La inversión siempre viene encapsulada en un proyecto concreto y no en cualquier otro. El más mínimo retraso o modificación pone en riesgo una inversión que amenaza con irse a otro lado donde jamás son tan remisos como aquí. Así que esto es siempre un “lo tomas o lo dejas”. El dinero no entiende de memeces como “participación ciudadana”, “impactos medioambientales”, “criterios de sostenibilidad” o consideraciones históricas, sociales o culturales, todas ellas de carácter alienígena.

Siempre hay división de opiniones. El político, en su dilatada experiencia, constata que en la presentación de cualquier proyecto siempre hay una inevitable división de opiniones. “Es propio de la naturaleza humana” – sentencia en un arrebato casi filosófico. Por tanto, no le queda otra a la administración que mojarse. “Gobernar es tomar decisiones” –concluye con un tono rayando en la amargura y muy consciente, al mismo tiempo, de sus ineludibles responsabilidades. Lo de construir tejido social, propiciar la participación ciudadana y promover consensos es una completa pérdida de tiempo.

Todos estamos por el progreso. Tanto en el preámbulo como a modo de conclusión, el político intenta dejar bien a las claras que a él solo le mueve el progreso, la modernidad, el bien común; siempre animado por un espíritu emprendedor e innovador, subido como está al carro de lo novísimo, pensando hasta el último aliento en la creación de empleo y en la riqueza para todos. Desde esa perspectiva, entiende que haya gente reticente a lo nuevo, anclada en el “no a todo”, que preferiría vivir en las cavernas. Lamentablemente, los foros en los que se mueve este político tan espabilado no se prestan a una discusión seria sobre lo que entendemos por “progreso” y “modernidad” y, además, cualquier comentario de carácter historicista suele verse como una imperdonable manía de aburrir al personal.

Así las cosas, estos argumentos terminan convirtiéndose en falacias desde el momento en que se emplean con un propósito distinto del que parece a primera vista, esto es: el de desviar la atención del hecho de que en última instancia no se está dispuesto a permitir ninguna injerencia ciudadana, al menos en aspectos sustanciales, en cuestiones que algunos consideran de su exclusiva competencia. Por tanto, este tipo de urbanismo deviene necesariamente en tramposo porque no atiende, en muchas ocasiones, al interés general. Este interés general lo determina “la legitimidad de los votos” y punto. Y si hay alguien al que no le gusta esta suerte de electocracia, ya sabe lo que tiene que hacer dentro de cuatro años. Participa, en definitiva, en no pocas ocasiones de una enorme operación de ocultamiento de intereses espurios. Frente a esto, es necesario avanzar en un mayor control social de estas operaciones, en una cultura de la participación y en una exigencia de absoluta transparencia de los recursos que son de todos y para todos.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.