Los muertos. José Manuel Hernández
No se atrevía a quitar el pañito blanco y calado que cubría el rostro de los fallecidos. Todo el mundo lo hacía, no sé si por matar la curiosidad, por tener algo de qué hablar o por mera costumbre. Lo cierto es que formaba parte del protocolo y casi todos lo cumplían, religiosamente.
Edelmiro conocía el ceremonial pero, como algunos de nosotros, se limitaba al saludo, al pésame, unas veces sentido y otras no tanto. Lo hacía, siempre, dando la espalda al sarcófago y agachando la vista para evitar encontrarse con el rostro del cuerpo yacente. Ocurría, a veces, que algún despistado o alguna emocionada dejaba descorrido el pañito y la cara blanca y tiesa quedaba a los ojos de la concurrencia. Por eso Edelmiro, yo y algunos más, antes de acercarnos a mostrar nuestras condolencias, observábamos rápidamente el féretro para asegurarnos que el pañito estaba en su sitio, tapando, con delicadeza, a la muerte. En cualquier caso, después del formal saludo a los familiares enlagrimados, salíamos, rápido, atravesando el aire denso de la mortuoria habitación.
Huíamos de ellos, pero ese día del frío enero a Edelmiro se le presentaron no uno sino cinco muertos, desgastados pero completitos. Andaba entrenando a sus perros de caza, por Roque Blanco, por esas cumbres que crecen sobre la nube, cuando se tropezó con una pared de viejas piedras enmusgecidas que protegían una cueva que se adentraba en un risco firme. Movido por la humana curiosidad, acertó a descubrir una rendija en aquella sólida tapia y tiró una piedra para preguntarle a la cueva cuál era el motivo de su cerrazón. Al caer, el tonique chico contestó que allí había algo que no era conocido para él y en su estómago un golpe seco de tambor estremeció su cuerpo flaco. La ansiedad por descubrir lo desconocido lo llevó a desmantelar aquella pared y, con la ayuda del sol, los vio. Estaban echaditos sobre un colchón de lajas, forrados en pieles bien cosidas, serenos, como esperando la eternidad.
Edelmiro se quedó sobrecogido ante la presencia de aquellos muertos. No se asustó, ni sintió miedo. No salió corriendo, aterrado, como debía presuponerse. No tembló. No apartó la mirada. Se quedó clavado delante de ellos, observándolos, con la boca abierta, buscando oxigeno para su agitado cerebro, que se abría y se dejaba inundar con aquella poderosa imagen. Nunca antes había visto a un muerto y nunca antes sospechó que podría sentir serenidad ante semejante visión. Por eso se sentó, a gusto, sintiendo el frescor, a compartir la soledad de siglos, a mirar a aquella gente, a verle sus ojos secos y sus huesos desvestidos. A contemplar los restos de sus cabelleras, a percibir el calor perdido de sus manos y la expresión lejana de su rostro. En silencio, en un duelo sin dolor y sin pañitos calados, Edelmiro indagaba en los corazones de aquellos muertos y en su mente se armó una historia de gentes de muy antiguo, que vinieron a las montañas a esconderse, huyendo. Que se metieron en la cueva para dejarse morir de pura tristeza. Que se amortajaron unos a otros. Imaginaba sus lágrimas, sus abrazos, sus consuelos.
No podía dejar de mirarlos. No quería. El tiempo se paró. Ellos ocupaban toda su capacidad de sentir y de pensar. Revisaba sus cuerpos, con detalle. Les preguntaba, en silencio. Los olía.
Así estuvo horas, recostado en la pared, reconociéndolos. Hasta que el cansancio apareció, pausado, invitando a dormir o a marchar. Eligió dormir, pero no sin condiciones. Quería soñar sin azar, sin casualidades. Quería programarse un lindo sueño que le ayudara a entender. Por eso se echó junto a los muertos inmemoriales, sin rozarlos pero buscando un calor imaginario que le permitiera adentrarse, a gusto, en la magia de Morfeo. Quería volar. Sin límites, como cuando niño, y mirar desde lo alto, gozando del sublime placer que le proporcionaba el flotar sobre la nada. Sin esfuerzos. Tener la misma visión de cuando se trepaba a los riscos y veía, abajo, a sus perros, olfateando desesperados en busca de madrigueras ocultas.
Cerró los ojos porque ya no aguantaba la picazón y porque sabía que ese era el momento para dejarse ir. Pasó un tiempo –Edelmiro no sabe cuánto- y se abrieron las puertas para iniciar su particular viaje. Según me cuenta, estaba cerca de un acantilado y hasta llegó a saborear el salitre de la mar embravecida. Corrió por una pequeña pendiente cubierta de hierba tierna, saltó al vacío, confiado, y empezó a nadar. En el aire. Nadaba volando y cuando las corrientes eran favorables, dejaba de bracear y miraba hacia abajo, relajado. Estuvo un tiempo viendo sólo la monotonía de la mar inmensa, hasta que decidió girar –porque podía dominar su vuelo y su sueño- y se dirigió a tierra, en busca de no sabía muy bien qué. Enfiló el largo cantil que delimitaba a su Isla y se adentró, nadando despacio, hasta que divisó un río de aguas rojizas, como el almagre. Se excitó muchísimo porque nunca antes había visto un río, mucho menos colorado. Era como una enorme vena que servía de acequia a la sangre de la Isla. Decidió aterrizar en la ribera y contemplar de cerca aquel caudal extraño. Se sentó en una piedra con forma de butaca, en la que quedó perfectamente acoplado. Y allí escuchó una algarabía que se mezclaba con el sonido de la corriente sanguínea.
En una enorme balsa de madera bajaba la gente del pueblo, cantando, dando palmas y gritando finísimos ajijides. En el centro de la plataforma un cuerpo yacía, muerto, amortajado. Sólo su rostro estaba al descubierto. Era su abuelo, al que esa misma mañana había visto, sentado, en la puerta de su casa. Su corazón se aceleró y la ansiedad tensó su cuerpo. Se acercó todo lo que pudo a la orilla y esperó el paso de la comitiva. Gritó fuerte. “¡¡No!!” y, en ese mismo instante el rostro del abuelo Edelmiro inició una rápida transformación y los ojos, la boca , las cejas, la barbilla, la frente…cambiaron. Ahora la angustia se hizo presente y ya no podía controlar su sueño deseado. El abuelo desapareció y dio paso al padre. No pudo aguantar
la desesperación y se tiró al río de sangre, tratando de subirse a la barcaza. Pero la corriente lo arrastraba y Edelmiro no podía acercarse y…súbitamente, se despertó.
Estaba empapado en sudor, agitado, tembloroso, pero se tranquilizó pronto al comprobar que sólo había sido un viaje absurdo. Miró a sus acompañantes de cueva y no sabía muy bien si también de sueños. Sin abandonar la posición fetal, en la que tan a gusto se sentía cuando dormía, se dio media vuelta y, sin sobresaltarse –me dijo- observó a un hombre que lo miraba fijamente. Estaba sentado, recostado en la pared fría, con los ojos abiertos, sin pestañear, sin hablar. Sólo miraba.
Edelmiro tampoco habló. Se dedicó, también, a observarlo. Se fijó mucho en su vestimenta y descubrió que llevaba sus mismas lonas, rotas por la punta. Que la camisa era aquella azul que su madre le había remendado. Que su cabello pintaba canas y con un corte igual que el suyo. Que la cicatriz que le había dejado aquella piedra que su hermano le tiró cuando chico, también la tenía aquel hombre. Que la luz de sus ojos era la luz de sus propios ojos. Se quedaron los dos en silencio, fundiéndose en un único respirar.
Edelmiro estuvo así un tiempo, hasta que la luz del sol empezó a disolverse. En la cueva apenas se veía. Como aliviado, sereno, sintiendo que ya la muerte no le asustaba, despegó su espalda de la fría pared de la cueva, recompuso la tapia, se despidió de los seis que allí quedaban, dio un salto pequeño y se fue, aprovechando la corriente de aire fresca que ya anunciaba la madrugada.