Pesadilla en la cocina. Paco Déniz

Lo mío y lo de mi gente es el guachinche, no demandamos comida de diseño ni decorados de bodas. Mi gente afectada por la crisis demanda limpieza, comida tradicional fronteriza con el entullo y buen vino, y eso lo garantiza el guachinche. Los cacharros relumbran colgados delante de ti, las puretas hacen de comer tan cerca que te salpican. Tú lo ves y te sientes seguro. El vaso fregado a mano. No piensas en irregularidades de ningún tipo, ni siquiera en la cuenta. Tu bolsillo está a salvo y te da pena irte. Ese es el problema para los restaurantes, que la clientela del guachinche fidelizada absolutamente demanda familiaridad, la prueba del algodón y que no te estallen 18 euros por una botella de tres cuartas de vino del país. No puede ser que se vaya uno clavado y sin ganas de volver. Preferible la ropa de camuflaje del dueño del guachinche a la gomina de algunos autodenominados restauradores que siguen sin restaurar sus conceptos gastronómicos y buscan alianzas en el Gobierno para cargar las tintas sobre los guachinches y su baja fiscalidad. Pero ese no es el problema. Es más, los guachinches realizan una labor fundamental para el mantenimiento de las zonas agrarias y para darle salida a sus productos y a sus productores. Y esa es una labor que debe apoyarse desde las instituciones. Supervisión sí, acoso no.

Puede que haya fraude en algún guachinche, pero el fraude grueso está en bares y restaurantes. Los miles de kilos de uva valenciana que pasan por la aduana de mentirita del muelle llegan camuflados hasta el mantel de tela doble que se te enreda y te molesta. Eso sí es fraude, no vender un corneto a los niños en el guachinche.

 

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