Vuelta a la Isla. José Manuel Hernández

A la Isla sin horizontes, a la del futuro incierto, a la que brega por sobrevivirle al infortunio, por aplastarle la conciencia a la injusticia. Vuelvo y entro, de nuevo, en la espiral  de la memoria, en el laberinto silencioso de las calles verticales, mil veces paseadas, mil veces maldecidas, mil veces adoradas.

Golpeo temeroso su postigo y la Isla me vuelve a abrir su puerta generosa, sin rencores, sin reproches. Esta es tu casa, me susurra, y me introduce en el zaguán de su ancestral sabiduría para que reponga mis fuerzas maltrechas. A la Isla vuelvo en una chalana roja, a pasar el otoño, a bañarme con la lluvia y a conversar con mi amada. Vuelvo para abrazar a las nubes, para descongestionar la rabia, para seguir el combate.

La Isla siempre me acoge. Se crió hospitalaria, confiada. Creció con sus ventanas abiertas, para que se viesen las naranjas de la mar y le plantaron ciudades, para que las ideas corretearan por sus calles y levantaran barricadas contra el miedo. La Isla no es vieja, pero ya va cargada de cicatrices profundas. Barrancos que recorren su estatura y navajazos que hirieron su historia. Y siempre se repone y aguanta, como el mástil de sus veleros clandestinos. La Isla, como la vida, se construye, también, con el llanto, con la pérdida. El duelo, de cuando en cuando, atraviesa sus entrañas. Y entre los adioses se dibujan los versos de los poetas locos, de los románticos, de los inconformistas, de los rebeldes. Se apuran a salir las sonrisas de los chinijos, las canciones del pueblo, la atolondrada explosión de la libertad, de la resistencia.

Vuelvo a la Isla del siempre jamás. Me recuesto en su sofá por cinco siglos desvencijado y le pido que me cuente. Necesito acelerar el reencuentro, zanjar mi tiempo de anacoreta descalzo, de soledad programada. La Isla accede y con su calmada lucidez me muestra unas manos manchadas de negro, unas playas ennegrecidas con la podredumbre del egoísmo. Esto es lo que no quiero, dice. Me enseña su estómago vacío, con hambre de justicia, y reclama el reparto como única opción para sus hijas. Me dice que es mujer porque es Isla y que su cuerpo le pertenece y que no aguanta más cruces en sus afectos, que ya no cargará con más agravios. Me abre sus cajas de cedro, de secretos guardados, de vergüenzas ocultas. Salen de allí los nombres del miedo, los monstruos del presente y las estacas del pasado. El cubo enloquecido en su montaña sagrada, los brebajes de la codicia.

Y así va relatando, indignándose, esperanzándose. Hasta alcanzar el final de la vereda. Entonces se para y, con la calma del mar de septiembre, concluye: “Ya no hay más. Sólo me queda la palabra. Es tiempo de escribir”.

Y yo, obediente y disciplinado, vuelvo a abrir la ventana. Para ver si, por fin, la brisa fresca, el pelete nocturno, le renueva el aire a esta isla que me habita.

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